Con mi chándal y mis tacones yo voy al hiper
No es que suela aparecer en los hipermercados de tamaña guisa, el título sólo hace referencia a una canción de Martirio, en la que se daba una visión muy interesante de lo que es una visita a un hiper.
Esto viene a raiz de la inmensa cantidad de personal que en estas fechas y hasta el 5 de enero, luego vendrán las rebajas que esa es otra, acuden ansiosos a efectuar las compras, o lo que sea, de navidad a estos establecimientos.
A estos grandes centros comerciales suele acudir la manada familiar completa. Los padres, toda su camada si esta es menor de 13 años, e incluso los abuelos si los hubiere. Cualquier día, preferentemente si es fin de semana, el padre o la madre deciden que se van al hiper, y todos se visten con ropa ligera, zapatillas deportivas, se enfundan las tarjetas de débito y crédito y se embuten en el automóvil, que si es manovolumen ya da un cuasi status de familia numerosa y con posibles. Todos van alegres y contentos durante el trayecto. Esta alegría dura exclusivamente hasta el momento en que se llega a la inmensa cola para acceder al centro comercial. Todos y cada uno de los habitantes de la ciudad han tenido la misma idea y, lo que es mas, han coincidido para ponerse de acuerdo en la misma hora. A las seis y media de la tarde el aparcamiento ya está colapsado y los pocos guardias de seguridad, trastocados en improvisados guardias urbanos, se vuelven neuróticos intentando dar un poco de orden al caos que se ha formado. Llegados a este extremo, cualquier persona medianamente inteligente da media vuelta y se va a otro sitio, las tiendas del centro sin ir mas lejos, que al menos te permiten pasear entre una y otra, o directamente se vuelve a casa. El homo-consumis aguanta, sin embargo, la cola y espera un hueco donde aposentar los neumáticos de su automóvil, que como lo compró para vacilar de tenerlo mas grande que el del vecino (observen las connotaciones freudianas del hecho), no cabe en ningún hueco. El Pater.-familias hecha ya espumarajos por la boca cuando observa al sieso del opel corsa, que ha llegado después que él, como aparca entre una fila de carritos y una gran papelera. Por fin, a cuatro kilómetros aproximadamente de la entrada del centro comercial, la feliz familia baja de su automóvil y se disponen a comenzar las compras navideñas. Han pasado ya dos horas desde que salieron de su domicilio, pero es igual: la ilusión la mantienen incólume.
La entrada del centro está atestada de personas que intentan hacerse con un carrito de la compra sin éxito. Después de muchas vueltas consiguen que una amable señora les ceda su carrito a cambio de un euro, que es lo que se ha de introducir en la ranura para poder disfrutar del mismo (si se permite el excurso: otra connotación netamente sexual). Una vez situados dentro del hipermercado o centro comercial nuestra audaz familia, después de dar las vueltas de rigor por las calles apiladas de artículos, comprueba que la mitad de lo que viene a comprar no está y que la otra mitad se encuentra atestada de elementos guerrilleros que asaltan sin piedad las bien nutridas repisas. En una hora de estancia han conseguido comprar dos cajas de polvorones y dos botellas de coñac. Bien se cierto que a ninguno les gustan los polvorones, pero como no había hojaldrinas pues algo había que comprar.
La siguiente parada es la sección de juguetes. Si la familia dispone de niños menores de 9 años, el problema de ocultar ese secreto a voces que se produce todos los 6 de enero, es de lo más difícil. Siempre se pilla alguna conversación comprometedora del tipo: ¿Qué quieres que te regale para el día de ? O pregunta del pequeñín: Máma ¿por qué la gente compra tantos juguetes si dentro de na vienen los Reyes? La respuesta socorrida es: será para cumpleaños. Con esos inconvenientes los avispados progenitores intentan hacerse una composición de lugar sobre lo que el hijito desearía que los Reyes le trajeran. Esto es también imposible ya que el tierno infante cambia de opinión cada 5 minutos. En realidad le gustaría que le trajesen todos y cada uno de los juguetes expuestos. De hecho, se han dado casos en que en la carta a los Reyes alguien ha pedido el Corte Inglés entero. Y no se trataba de una OPA hostil.
Una vez terminado el amago de compra, las criaturitas piensan que ha llegado el momento de merendar, y dada la hora que es, mejor cenar. Esto implica meter el carrito con las compras dentro de, claro está, una hamburguesería. No se van a recorrer los 4 kilómetros hasta el coche para dejar las cosas. Así que nuestros aguerridos compradores, penetran en una de esas multinacionales de la comida basura, para deglutir, porque de degustar nada de nada, unos trozos de algo que se parece a la carne con un pan que se parece al pan sólo en el nombre. A dos de los niños no les gustan las hamburguesas, pero como en el menú infantil regalan un espantoso muñequito de la película de moda, lo piden para no comérselo. Si acaso se comerán las papas fritas, congeladas y asquerosas, que trae el menú. ¿No sería mejor comprarles directamente el consabido muñequito? Pero no, el consumo es así y así seguirá.
La odisea llega a su fin. Nuestros protagonistas llegan a casa, cansados, fatigados, con hambre y sin compras. Pero como buen homo-consumis lo volverá a intentar a lo largo de las fiestas e infatigable al desaliento volverá a encontrarse en medio de la multitud tratando de encontrar ese pequeño regalo o delicattessen que le compense un poquito su monotonía vital
© Alfonso Merelo
Esto viene a raiz de la inmensa cantidad de personal que en estas fechas y hasta el 5 de enero, luego vendrán las rebajas que esa es otra, acuden ansiosos a efectuar las compras, o lo que sea, de navidad a estos establecimientos.
A estos grandes centros comerciales suele acudir la manada familiar completa. Los padres, toda su camada si esta es menor de 13 años, e incluso los abuelos si los hubiere. Cualquier día, preferentemente si es fin de semana, el padre o la madre deciden que se van al hiper, y todos se visten con ropa ligera, zapatillas deportivas, se enfundan las tarjetas de débito y crédito y se embuten en el automóvil, que si es manovolumen ya da un cuasi status de familia numerosa y con posibles. Todos van alegres y contentos durante el trayecto. Esta alegría dura exclusivamente hasta el momento en que se llega a la inmensa cola para acceder al centro comercial. Todos y cada uno de los habitantes de la ciudad han tenido la misma idea y, lo que es mas, han coincidido para ponerse de acuerdo en la misma hora. A las seis y media de la tarde el aparcamiento ya está colapsado y los pocos guardias de seguridad, trastocados en improvisados guardias urbanos, se vuelven neuróticos intentando dar un poco de orden al caos que se ha formado. Llegados a este extremo, cualquier persona medianamente inteligente da media vuelta y se va a otro sitio, las tiendas del centro sin ir mas lejos, que al menos te permiten pasear entre una y otra, o directamente se vuelve a casa. El homo-consumis aguanta, sin embargo, la cola y espera un hueco donde aposentar los neumáticos de su automóvil, que como lo compró para vacilar de tenerlo mas grande que el del vecino (observen las connotaciones freudianas del hecho), no cabe en ningún hueco. El Pater.-familias hecha ya espumarajos por la boca cuando observa al sieso del opel corsa, que ha llegado después que él, como aparca entre una fila de carritos y una gran papelera. Por fin, a cuatro kilómetros aproximadamente de la entrada del centro comercial, la feliz familia baja de su automóvil y se disponen a comenzar las compras navideñas. Han pasado ya dos horas desde que salieron de su domicilio, pero es igual: la ilusión la mantienen incólume.
La entrada del centro está atestada de personas que intentan hacerse con un carrito de la compra sin éxito. Después de muchas vueltas consiguen que una amable señora les ceda su carrito a cambio de un euro, que es lo que se ha de introducir en la ranura para poder disfrutar del mismo (si se permite el excurso: otra connotación netamente sexual). Una vez situados dentro del hipermercado o centro comercial nuestra audaz familia, después de dar las vueltas de rigor por las calles apiladas de artículos, comprueba que la mitad de lo que viene a comprar no está y que la otra mitad se encuentra atestada de elementos guerrilleros que asaltan sin piedad las bien nutridas repisas. En una hora de estancia han conseguido comprar dos cajas de polvorones y dos botellas de coñac. Bien se cierto que a ninguno les gustan los polvorones, pero como no había hojaldrinas pues algo había que comprar.
La siguiente parada es la sección de juguetes. Si la familia dispone de niños menores de 9 años, el problema de ocultar ese secreto a voces que se produce todos los 6 de enero, es de lo más difícil. Siempre se pilla alguna conversación comprometedora del tipo: ¿Qué quieres que te regale para el día de ? O pregunta del pequeñín: Máma ¿por qué la gente compra tantos juguetes si dentro de na vienen los Reyes? La respuesta socorrida es: será para cumpleaños. Con esos inconvenientes los avispados progenitores intentan hacerse una composición de lugar sobre lo que el hijito desearía que los Reyes le trajeran. Esto es también imposible ya que el tierno infante cambia de opinión cada 5 minutos. En realidad le gustaría que le trajesen todos y cada uno de los juguetes expuestos. De hecho, se han dado casos en que en la carta a los Reyes alguien ha pedido el Corte Inglés entero. Y no se trataba de una OPA hostil.
Una vez terminado el amago de compra, las criaturitas piensan que ha llegado el momento de merendar, y dada la hora que es, mejor cenar. Esto implica meter el carrito con las compras dentro de, claro está, una hamburguesería. No se van a recorrer los 4 kilómetros hasta el coche para dejar las cosas. Así que nuestros aguerridos compradores, penetran en una de esas multinacionales de la comida basura, para deglutir, porque de degustar nada de nada, unos trozos de algo que se parece a la carne con un pan que se parece al pan sólo en el nombre. A dos de los niños no les gustan las hamburguesas, pero como en el menú infantil regalan un espantoso muñequito de la película de moda, lo piden para no comérselo. Si acaso se comerán las papas fritas, congeladas y asquerosas, que trae el menú. ¿No sería mejor comprarles directamente el consabido muñequito? Pero no, el consumo es así y así seguirá.
La odisea llega a su fin. Nuestros protagonistas llegan a casa, cansados, fatigados, con hambre y sin compras. Pero como buen homo-consumis lo volverá a intentar a lo largo de las fiestas e infatigable al desaliento volverá a encontrarse en medio de la multitud tratando de encontrar ese pequeño regalo o delicattessen que le compense un poquito su monotonía vital
© Alfonso Merelo
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